En El chico que diste por muerto, Ponce explora las posibilidades de la narración, haciendo recortes de manera incansable, depurando la prosa hasta dejarla en el puro hueso. Y todo ello porque a lo que cuenta no le hacen falta adornos. Y lo que cuenta es una confesión, la confesión de alguien huido, borrado, desaparecido hace muchos años, que decide por fin hacerse presente, hacerse discurso, y narrar su aventura -llena de desventuras y horror, de abismos e indecencia-. La voz del narrador -la del chico al que dieron por muerto- relata sus episodios biográficos -un secuestro, una violación, otras violaciones, un amor, muchas muertes- con una impasibilidad conmovedora, como si todo lo que cuenta le hubiese pasado a otro.