Cuando Napoleón se coronó emperador, Granada era un ciudad con un perfil dominado por las masas de conventos e iglesias parroquiales, y lo mejor de su solar ocupado por fundaciones religiosas y casas propiedad de éstas. Hasta el rincón más angosto estaba protefido por una cruz u hornacina, las calles eran recorridas con frecuencia por procesiones y los trajes talares se veían por doquier.