Cualquier relato de ficción –y este lo es- tiene un sustrato real; se alimenta de verdades, de observaciones, de experiencias. La línea entre la imaginación y la realidad, entre lo mágico y lo natural es muy delgada y a menudo se mezclan en el recuerdo sucesos cuya naturaleza somos incapaces de discernir. Luz de cobre transcurre en los difíciles, intensos y dolorosos años de 1945 y 1952, y se desgrana a través de la visión, escéptica en apariencia, de un hombre que se encuentra a las puertas de la vejez y rememora con asombrosa nitidez sus vivencias en esas fechas tan determinantes de su existencia (infancia y adolescencia), sin poder sustraerse de esa linde en que realidad y fantasía acaban confundiéndose.