Édamy, un pueblo que permanece inmóvil a sus tradiciones, tan hondamente arraigadas que nadie osaría romperlas sin considerarse un infractor, un peligroso destructor del orden aceptado por el común de las gentes. Sin embargo los cambios llegan cuando nadie lo espera, en forma de avalancha imparable y la tierra se conmociona, los estados sólidamente asentados y sus leyes tiemblan y se tambalean; pueblos y naciones se estremecen ante el paso incontenible del caos transformador del que no se puede escapar, y los hombres sueñan con ver la primera señal de lo que está por llegar, lo que vendrá a dar paz a sus vidas y sosiego a sus corazones. Los hombres, abandonando viejas creencias, acostumbrados a las fatigas de la vida diaria y dominadora del mundo, habían dejado de esperar aquello que diera tanta fuerza para vivir a los antiguos, tanta fe para resistir en la adversidad, a los padres de los padres, y esperanza para recuperar todo cuanto estaba ya perdido, pero que quizá todavía podría recobrarse. Los cimientos que surgen de un mundo nuevo a partir de las ruinas de otro mucho más antiguo, al que habían categorizado como mucho mejor. La vida real, convocada a quedar atrapada en un bucle en el que la diferencia, una que no es tal, estaba marcada tan solo por el eterno girar de las cuatro estaciones del año y cada uno de los trabajos que exigían para sí, había respondido a la llamada y permanecía prisionera de lo inmutable. Y sin embargo, toda apreciación de inmovilismo se basaba en la mera apariencia, porque, como nadie debería olvidar jamás, nada permanece como eterno salvo el estado permanente de cambio.
