Durante más de mil años el papa de Roma fue la última instancia legitimadora de todo el orbe cristiano. Su sola autoridad era capaz de deponer a emperadores y reyes; de permitir o prohibir matrimonios; de ordenar o detener guerras; de legitimar o prohibir ideas e instituciones; de recaudar gravámenes fiscales en toda la cristiandad; de acumular un capital que permitía financiar las deudas de los reinos o de modificar el calendario.