Hoy ya nadie se arriesgaría a hablar de la Iglesia y del Estado como de dos instituciones, o canceptos, que el sentido común o el m,ovimientos de la historia nos hubiesen definitivamente enseñado a distinguir. En este final de siglo XX, estamos mejor preparados que al principio del mismo para entender cuántas adherencias e interferencias ocultaría un corte demasiado claro entre lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo temporal, entre clérigos y laicos.