Vicente Blasco Ibáñez fue un viajero empedernido. En él ejercía una singular fascinación la posibilidad de recorrer grandes distancias para satisfacer su espíritu curioso y para reivindicarse como ciudadano de un mundo sin fronteras. Pero en su trayecto hasta Constantinopla hubo otro aliciente que hacía más atractiva la aventura: era uno de los primeros viajes que iba a emprender con Elena Ortúzar, quien se convertiría con el tiempo en su segunda esposa. El lector podrá adentrarse en la relación entusiasta que el escritor-viajero siempre estableció con los ambientes por los que transitó.