Desde siempre o, mejor dicho, desde que los homínidos empezaron a tener ramalazos humanos, hombres y mujeres han aprovechado lo que la madre naturaleza ponía a su disposición para adornarse y resaltar los encantos, en los casos en que los poseyeran o, acrecentarlos, en los que no estaban muy dotados de ellos pero también lo hicieron para expresar su inclinación por la belleza, indicar su rango, posición social; atraer la atención y miradas, haciéndose destacar, dando muestras, alardeando, en algunos casos, de poder y riqueza y, en otros, deseando conquistar, por seguir la tendencia y también como sello distintivo, haciendo de lo corriente, algo personal. Fuera lo que fuere, surgieron, poco a poco, una serie de destrezas manuales y artes, llamadas menores y, a su merced y amparo o, gracias a ellas, artífices que, con mano diestra, cuidadosa, firme, segura y delicada, fueron realizando pequeñas, pero no menos valiosas, en sentido artístico, obras de arte menor, a veces originales y otras copias, realizadas con los más diversos materiales, unas con metales y piedras preciosas o semipreciosas, otras con maderas, telas, papel, cerámica que, a la par que cumplir con la misión de embellecer y adornar la persona y el entorno daban muestra del gusto y saber hacer de la época. Y como quiera que el trabajo artesanal haya ido, poco a poco, desapareciendo, estas piezas deberían conservarse con esmero y, si es posible, dejar constancia de su estudio. Quién no guarda en su casa algún anillo, aguja, pendientes, , pulsera o brazalete, collar que perteneció a su abuela y tal vez, que había pertenecido a la abuela o madre de ésta o a algún otro pariente, hombre o mujer. Anillos, agujas, pendientes, pulseras que fueron lucidos en fiestas, las iglesias o la ópera, cuando así se estilaba. Tal vez, algunos de los aderezos tengan o guarden pequeñas historias desde, cuándo, cómo y por qué o quién, fueron fabricados, hasta qué persona los encargó o compró, su uso y traspaso.