Probablemente hemos ido dejando de hablar de la vida conforme nos dábamos cuenta de que esto no es vida. Todavía conservamos una cierta querencia por el uso de la palabra y del concepto, pero es más fruto de la añoranza que de la esperanza. Quiere decirse: de añoranza de aquellos tiempos en los que, precisamente porque parecíamos a punto de recuperar la soberanía perdida sobre nosotros mismos (o secuestrada por las diversas variedades de la trascendencia, como prefieran), fantaseábamos los contenidos de una plenitud inminente.