En todas las etnias y nacionalidades hay árabes honorarios. Los vemos con el pañuelo a cuadros de rigor o como miembros de nómina de esas clientelas de la utopía que se hacen el fondo de armario a base de la piel ajena en paraísos convenientemente lejanos, en el silencio de los millones de corderos con velo y las rentables cegueras voluntarias.
No se engañe el lector: "Nombres Árabes" transcurre, en el espacio y en el tiempo, en países árabes poblados de gentes que no lo son. Hay quien vivió allí largas estancias, solitarios viajes, la rendición inevitable ante el color, la sensualidad y la belleza del mundo, de esta parte del mundo. También la rabia contra el mito de la Umma, la Gran Madre Islámica, utilizado tanto por asesinos y reyezuelos locales como por la necedad, oportunismo y cobardía occidentales. Bajo el mito, desde hace décadas, los individuos que intentaban acceder a una mejor vida moderna y libre han sufrido la regresión propia y la traición de los supuestos ilustrados de Occidente.
Su magma aflora hoy mezclado con material espurio y extrema juventud. Túnez, Libia, Argelia, Turkmenistán, Uzbekistán, diásporas, estados que apuntan, que visten piel nueva. Una Eurasia central que podría ofrecer equilibro, esperanza y futuro al apéndice de Occidente. Y, pese a todos los asesinos en serie —de los que el sultán Schariar sería indiscutible patrón—, la apuesta, como Sherezade, por la inteligencia y la vida.